viernes, 30 de septiembre de 2011

NUNCA, NUNCA, NUNCA!

Han transcurrido ya cuarenta y tres años de aquella huella de 1968, tan profunda, triste, dolorosa, penosa y muy vergonzosa, que muchos, muchísimos mexicanos, tuvieron que aceptar se convirtiera en cicatriz sin explicación convincente alguna.

El comité nacional de huelga, por cuestiones de seguridad y estrategia, decidió que la marcha, en esta ocasión, partiría a las cinco de la tarde del Casco de Santo Tomás, ubicado en la Colonia Santa María la Ribera, en la calle de Prolongación de Carpio, sede de las instalaciones de algunas de las escuelas del Instituto Politécnico Nacional, rumbo a la Plaza de las Tres Culturas, ubicada en la Unidad Habitacional de Tlatelolco.
Los contingentes estudiantiles provenientes de varios puntos de la ciudad, empezaron a llegar desde las dos de la tarde. Para las cinco, la concurrencia era ya muy numerosa. Se habían sumado también diversos contingentes de campesinos, obreros y estudiantes, provenientes de diferentes entidades de la República Mexicana .La marcha partió puntualmente. Los manifestantes no sospechaban lo que allá ocurriría horas más tarde.
Las pancartas que portábamos simplemente se referían a proyectos meramente estudiantiles y  sociales de cambio, en cuanto al manejo de la política de seguridad en la Ciudad de México, de la reinstalación del sistema de becas para los estudiantes y de los malos manejos en el Departamento del Distrito Federal, a cargo del Coronel Regente Corona del Rosal. Los emblemas eran alusivos a luchadores sociales internacionales y nacionales: Che Guevara, Zapata, Villa, Hidalgo, Morelos, Mao. Nuestros gritos de guerra eran:¡ El Pueblo Unido jamás será Vencido! ¡Paz, Paz, Paz, Díaz Ordaz que feo y chango estas!
¡Queremos a Corona del Rosal, embotellado! ¡Prensa vendida! ¡México, México, México! y algunas estrofas del Himno Nacional.
Como a las seis de la tarde, la mayoría de los contingentes ya habían alcanzado  La Plaza de las Tres Culturas. Ahí ya se encontraban varios camiones con granaderos, policías de tránsito, patrullas, motociclistas y los soldados del Batallón Olimpia, quienes se encontraban junto con sus tanquetas,  semiocultos e instalados en la Prolongación de San Juan de Letrán y de la Avenida de Manuel González.
La presencia del ejército ya no nos extrañaba, pues las autoridades de la capital los habían autorizado a controlar de manera directa el movimiento estudiantil, semanas atrás. Nosotros teníamos ya la conciencia y la experiencia, con lo del “bazucaso” a la puerta de la Preparatoria número 1, el desmantelamiento con lujo de violencia de los Talleres Gráficos de la Revista “Por qué”, y los ataques a la Vocacional 5, de no meternos con ellos.
Los contingentes, todos, siempre fuimos muy respetuosos con las autoridades que custodiaban las marchas, de hecho nunca hubo enfrentamientos directos en ninguna de ellas.
Como a las seis y cuarto de la tarde, ya estábamos todos los contingentes reunidos.
En el Edificio Chihuahua, en la terraza del piso octavo, se habían instalado varios micrófonos.  Desde ahí, los líderes del movimiento y los oradores invitados harían uso de la palabra. Esa sería nuestra tribuna.
Era yo, un joven que estudiaba el último año de la preparatoria, precisamente en el Colegio Isaac  Ochoterena, donde en un ataque relámpago a cargo  de los porros de la Vocacional 5, había dado inicio al movimiento, semanas atrás.
En la Plaza de las Tres Culturas el ambiente era sensacional. Era un momento de gran emoción aquel. El movimiento estudiantil había logrado atraer y conjuntar a gran parte de la población. Los “goyas” universitarios y los “güerum” de los politécnicos, nos ponían los pelos de punta y la piel chinita. Se escuchaban infinidad de porras por todas partes, estábamos unidos e identificados en un solo objetivo: HACER MAS JUSTO Y EQUITATIVO PARA TODOS, NUESTRO PAIS.
Lo que se escuchaba en los altavoces, la verdad, poco me importaba. Me la pasaba viendo y sintiendo todo  ese gentío y la gran energía positiva que emitíamos y proyectábamos. De repente, observando, observando, me di cuenta de que entre nosotros, mezclados, se encontraban unos sujetos extraños, vestidos de civil, pero con un guante blanco en la mano derecha, eso se me hizo curioso y de inmediato se lo comunique a mi hermano mayor que se encontraba a mi lado y él se lo comento a su vez a otros amigos y amigas que también asistían al mitin. Había gente de todas las edades, hasta niños, porque la plaza de las Tres Culturas, es como un gran patio rodeada de muchos edificios de diferentes tamaños. También se encuentra ahí mismo, el atrio de la Iglesia de Santiago Tlatelolco de los Franciscanos y màs a la derecha el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores y enfrentito, una serie de ruinas Arqueológicas Prehispánicas  que se pueden observar desde la parte superior de la explanada, porque se encuentran  adheridas  al suelo original, están  por debajo del nivel de la plaza.
Mi hermano me dijo que se iba a acercar más, hacia el Edificio Chihuahua, que es el que queda de frente a la gran explanada. Por mi parte, decidí ir a comprar un refresco a la Avenida de Prolongación de San Juan de Letrán y Nonoalco, tratando de buscar algún sitio donde sentarme; cerca de ahí, existen varias rocas incrustadas en el terreno que se encuentra rodeando a las ruinas.
Serían ya casì, las siete de la noche, quizás un poco menos, cuando de repente, un helicóptero de la policía surco los aires y lanzó una luz de bengala de color blanco. Todos nos inquietamos sobre manera. Unos niños jugaban cerca de mí, afuera de la tienda en la que me estaba tomando mi refresco. Me encontraba a espaldas de las tanquetas del ejército del Batallòn Olimpia, en la segunda sección de la gran unidad habitacional, cruzando la avenida. Los líderes nos comunicaban por los altavoces que no hiciéramos ningún movimiento y que no respondiéramos a ninguna agresión: ¡“No se muevan, permanezcan tranquilos”!.
Todo se sucedió en cuestión de minutos. Después del  lanzamiento de la luz de bengala, los hombres de guante blanco, empezaron a agredir a los manifestantes. Tomé la botella de refresco y salí corriendo de inmediato para sumarme a la defensa de mis compañeros; para  mí todo era más claro, pues me encontraba detrás de ellos y los movimientos de esos hombres me eran fácil de observar, operaban de manera organizada y disciplinada, en conjunto, haciendo una especie de cerco. Fue entonces que hubo varios sonidos de armas de fuego que nadie podía precisar con exactitud de donde provenían,  sì de gente infiltrada o desde los flancos.  Los ruidos de las armas no cesaban, eran sonidos como martillazos sobre un yunque, sonidos sordos. Empezaron los gritos y las carreras alocadas. Todo era confusión y caos. Me detuve y retorne de inmediato a la tienda para tratar de protegerme. Los disparos, al parecer, fueron realizados desde la azotea del edificio Chihuahua o quizás más lejos desde algún otro multifamiliar de alrededor. El fuego era cruzado. Daba la impresión de que alguien respondía a la agresión. Yo sentía, en esos momentos que el piso se me movía, no precisaba con exactitud lo que estaba sucediendo, mis emociones se revolvían, todo era confuso, mi cerebro no me auxiliaba, no alcanzaba a razonar plenamente. Empecé a ver como todos los muchachos empezaron a correr en desbandada, en diferentes direcciones. Los disparos se escuchaban ya por todas partes. Los manifestantes habían sido sorprendidos, tomados por sorpresa. La reacción era desorganizada y todos se atropellaban unos a otros. Las balas zumbaban por todas partes. El rugido de las armas, era ensordecedor. Todos corrían como gacelas al acecho, como liebres en desbandada, el tirotèo era muy intenso. Reinaba la confusión y el terror…
Fue tremendo lo que yo sentía en ese momento, estaba aterrorizado, los latidos de mi corazón eran muy fuertes, los oídos me zumbaban, sudaba frìo, mi cuerpo estaba como adormecìdo, fue horrible ser testigo de todo eso, la noche empezaba a càer. Todavía alcance a ver como una señora alzo a unos de los niños mientras un señor agarraba de la mano a otros y se trataban de esconder en los basureros del edificio, instalados en un compartimiento oculto en el suelo cubiertos con tapas en forma de hongo. Después vino un apagón total, porque para esa hora, ya se había encendido la luz artificial. Se hizo la obscuridad. Todo era zozobra, desarmonía incertidumbre, caos, y muchos gritos de dolor. Era tremendo lo que estábamos presenciando y más que nada escuchando. Los muchachos todos, estaban atrapados entre varios frentes, entre fuegos cruzados, no había ruta hacia
donde seguir,  no había hacia donde correr, solo en círculos, era un corral de muerte, un ruedo de gran tragèdia. Y eso solamente fue el inicio, de una gran masacre que vendría minutos después, cuando el ejército se movilizo de donde se encontraba semioculto y el Batallón Olimpia, a bayoneta calada, empezó a agredir cuerpo a cuerpo, abriendo fuego intensamente, hacia los disque, agresores, que los atacaban desde el edificio Chihuahua. La verdad, es que lo estaban hacièndo contra sus propios hermanos. Contra los manifestantes. Contra los estudiantes. Contra las familias. Contra los niños. Como si ellos fueran  un ejército enemigo adecuadamente pertrechado .¡Fue tremendo, muy tremendo, todo eso!. Las ráfagas que salían de los cañones de las tanquetas eran impresionantes, ante la obscuridad que reinaba; eran las luces del mismo demonio, el fuego del infierno. Los sonidos nos ensordecían y nosotros no podíamos hacer nada, porque un grupo de granaderos nos lo impedía a base de macanazos y culatazos. Los gritos de dolor de nuestros compañeros se escuchaban por todas partes. Nosotros les gritábamos a los soldados que eran unos malditos asesinos. Las ambulancias empezaron a llegar y muchas eran militares. El ataque duro poco más de cuarenta minutos. La noche había caído. Hacía frío, mucho viento y empezó a caer una llovizna. Fue entonces cuando se dio la orden militar de tomar completamente   La Plaza de las Tres Culturas. Los soldados continuaròn entrando sigilosamente a bayoneta calada, para evitar cualquier tipo de sorpresa. Ya no supe más, porque salí corriendo despavorido a avisarle a mi padre de todo lo sucedido ahì. Yo vivía en una pequeña colonia llamada Santa María Insurgentes, a unas cuantas calles de la Unidad Habitacional de Nonoalco Tlatelolco.
Llegue a mi casa y mi madre me informo muy asustada y preocupada que había escuchado los sonidos de los balazos y mi padre nos había ido a buscar inmediatamente. Me volví a salir pese a la negativa de  mi madre. Todo estaba obscuro pues habían desactivado el alumbrado en toda la periferia. Corrí rumbo al departamento de mi abuela materna que se encontraba en la primera sección de la Unidad Tlatelolco,  justo al lado de la torre insignia de ese conjunto habitacional que está construido en forma de punta de lanza y que cuenta con veintidós pisos. Por ahí cruza el puente de Nonoalco que une a Insurgentes Norte  con Insurgentes Centro. Cuál no sería mi sorpresa cuando casi me topo en la obscuridad con mi padre y mi hermano que también venían corriendo rumbo a la casa ¡“pélale, Raúl”!,- me grito mi padre-,  porque este, refiriéndose a mi hermano, acaba de incendiar un camión de pasajeros en el puente… Otros jóvenes pasaban también corriendo junto a nosotros. Mire hacia atrás, al tiempo que corríamos, y vi como ardía el camión a manera de antorcha en la parte más alta del puente…
Nos refugiamos en la casa y tratamos de consolarnos unos a los otros, pues habíamos perdido a todos nuestros más queridos amigos… A nuestros hermanos…a tantos  valiosos jòvenes… No los volveríamos a ver jamás… No los olvidaríamos, no los olvidamos, ni los olvidarèmos : ¡Nunca, nunca, nunca!

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